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La fe florece en Tuxtla


En la Ermita del Señor del Calvario, ubicada en uno de los barrios más antiguos de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, se vive una de las tradiciones religiosas más arraigadas y significativas de la región, la ensarta de flor de mayo. Es el primer domingo de Cuaresma y las priostas —mujeres encargadas de la organización de las festividades religiosas— se reúnen para preparar el altar donde se representa la crucifixión de Cristo. Entre ellas, destaca Araminta Torres Guzmán, actual priosta de la vestida del Señor.

“Soy la priosta de la vestida del Señor, que se realiza el primer domingo de Cuaresma”, comenta Araminta mientras sus manos trabajan con delicadeza la flor blanca. La jornada consiste en cubrir el calvario —una estructura de madera que representa el Gólgota— con ramas de saux (una palma típica de la región) y después adornarlo meticulosamente con largas guirnaldas de flor de mayo, una especie endémica del sureste mexicano, conocida por su aroma suave y su importancia en las celebraciones marianas y cuaresmales.

La flor de mayo (Plumeria rubra), que florece entre abril y junio, ha sido parte esencial de las ofrendas religiosas en Chiapas desde tiempos coloniales. En la ermita, no se permite utilizar otra flor: la blancura de sus pétalos representa pureza y devoción. “Cada una de nosotras —explica Araminta— trae su porción de flor. Al día se ensartan de cinco a seis metros para cubrir por completo el altar. Mañana ya aparecerá el calvario listo”.

El grupo está formado por aproximadamente quince priostas, todas con rebozo, símbolo de su cargo y de su rol comunitario. Algunas mujeres voluntarias también se suman, pero el compromiso principal recae en las priostas. “Llevo casi veinte años participando. He tenido diferentes cargos: la Virgen de Guadalupe, San Judas Tadeo, la Virgen de los Dolores que se celebra en Semana Santa, y ahora este. Ya pronto regresaré a mi cargo anterior con San Juditas”, relata.

En esta ermita, a diferencia de las grandes parroquias, las festividades se conservan con un fuerte sentido de comunidad, herencia oral y participación activa. Cada imagen religiosa tiene su propio ciclo de celebraciones que incluye el some de espera —una especie de altar doméstico que se instala en casa del prioste y la priosta encargados—, rezos, ofrendas, comidas y la elaboración de ramilletes los días 1 y 2 de mayo, en honor a la Santa Cruz.

“Para mí, la fe es algo muy grande. Desde niña la he vivido. Antes rezaba el rosario en voz alta, pero ahora ya me falla un poco la voz y otras personas se encargan. Pero sigo aquí, acompañando, porque esta tradición no se puede perder”, dice con emoción.

Más allá de lo religioso, la flor de mayo también se convierte en símbolo ecológico y cultural. Su recolección y uso ritual promueven el conocimiento de la flora local, aunque hoy en día conseguirla se ha vuelto más difícil. “Ya la venden más cara, pero por suerte, una señora que trabaja con la segunda albacea nos la trae cada año. Se la compramos directo a ella”, explica Araminta.

Antes de despedirse, lanza una petición: “Lo que yo sí quisiera pedir…” dice, y se queda pensativa. No termina la frase. Tal vez no hace falta. El mensaje está en cada flor, en cada hilo de palma, en cada mujer que, con sus manos, sostiene una historia tejida con fe, memoria y resistencia.

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