La lluvia sólo trae buenas historias. Eso lo descubrí desde los primeros años de vida, cuando mi abuela tapaba con las toallas los espejos de la casa, y se quitaba sus aretes y sus pulseras de oro, para evitar la visita de un rayo. Nos hablaba de la Santísima Trinidad, la traída que tiene en su mano al mundo y cada que tiembla, es porque ha cambiado de mano al globo terráqueo.
Nos hablaba de aquellas mujeres que solían trenzarse el cabello, y tenían el corazón fuerte y carácter, porque el miedo consume la sangre y la vida.
Eran las tardes de lluvia y la luz de la abuela mostrándonos el tiempo, aquel que no es pasado ni futuro, sino el ritmo latente de la música interna que cada uno trae y debe aprender a escuchar. La luz de la abuela guiándonos por la casa, cuando quedaba la noche y su sombra, haciendo del hogar un sin fin de ojos mirones.
-No vean a la lluvia, no hay que espiar a la madre naturaleza-, nos decía cuando abríamos las ventanas de fierro y algo afuera danzaba por los cuatro puntos cardinales.
-Se les va secar los ojos, y luego todo van a ver con tristeza-, afirmaba mientras nos sentaba a todos en la sala a escuchar el canto del agua.
Esa etapa de mi infancia la recordé en San Fernando. Al cruzar la puerta de la casa de doña Honoria Sánchez López, me sentí en casa. La mujer de 82 años de edad se acercó. Preguntó quién iba a dar a luz. Respondimos que nadie. Que sólo llegamos a visitarla. Nos hizo ingresar a su casa. Se sentó en una de las sillas que estaban en la sala y nos contó sobre el nacimiento. Cerca de ella estaban su gata Chiquitina y su perrita Chiquita, estaba embarazada.
Hay quienes nacen con una partera cerca y otras que son madres y parteras, que descubren en su primer alumbramiento el don de la vida.
Doña Honoria, soñó que veía nacimientos, a mujeres pujando y a la Virgen de Guadalupe. A bebés que saludaban al primer minuto de su existencia con un llanto fuerte y profundo, luego escuchaban su nombre, que curiosamente influye en la personalidad que irán construyendo.
Ese día, doña Honoria cocinaba, su familia tenía fiesta. Y terminó sola dando a luz. Como pudo se la ingenió, dice. Por eso, cuando llegó la partera encontró a doña Honoria abrazando a su bebé. Desde ese momento, ella se permitió ser una guía para el nacimiento. La empezaron a buscar para poder recibir a los bebés. Otras más cuenta, sólo llegaban para ver si su don coincidía con la ciencia.
-Me preguntaban qué iba a ser el bebé, yo les decía niño o niña. Después de dar mi opinión, sacaban el ultrasonido y me decían "es usted chingona". Por eso, ya luego me daba cuenta quién llegaba para ser atendida y otras nada más a juzgar, porque no creen en mi don. Con el tiempo me certifiqué. Me mandaron a llamar de un hospital, para que yo pudiera dar documentos. Mis ojos han conocido a más de seis mil niños y niñas, más de seis mil historias, de horas y horas de vida.
Doña Honoria muestra el cuarto en donde atiende a las mujeres, quienes llegan un día antes del parto. Se quedan con ella, comen lo que ella les cocina, siendo esta la parte favorita de la partera, porque a través del alimento consiente a las futuras madres. Luego duermen o esperan, porque hay bebés que se adelantan, que desafían su llegada. Cerca de la Virgen de Guadalupe las atiende. Saca de su bolso su equipo médico… luego la vida, las risas, el nuevo comienzo.
De eso platicó doña Honoria, una tarde de sábado cuando el agua cantaba en San Fernando, y se hacía presente mientras caminaba en el techo de lámina.
Su voz era un árbol joven capaz de seguir dando sombra. Su mente un sendero en donde todos caben: nombres, direcciones, mujeres que le han dado las gracias y otras que se han ido sin pagar; en su mente está ella siendo una mujer partera, la que se llena de vida cuando alguien nace.
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