Por Edgar Núñez Jiménez
Fotos de David Díaz y Gabriel Suárez
*Kiki Suárez, la pintora que abandonó Alemania para instalarse en Chiapas, hace un breve recuento de su vida y de su arte.
Orígenes
El río Elbe cruza tres partes del noroeste de Alemania hasta desembocar en el puerto de Hamburgo, en una de las puntas de Europa; sus aguas dulces se confunden con las del Mar del Norte, o es mejor decir que se mantienen cada una en su espacio: aquí la corriente del río que no deja de fluir y allá la tempestad del mar que no deja de minar. El río Elbe unió en su ribera, el 25 de abril de 1945, a tropas estadunidenses y soviéticas que pactaron un plan para derrocar al Tercer Reich.
Kiki Suárez nació allí, en Hamburgo, seis años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Por eso cuando recuerda su infancia, antes de cualquier referencia palpable, habla del río como de un antiguo amigo.
Entre un futuro prometedor y un pasado devastado, Kiki Suárez creció en una época de reconstrucción, de búsqueda de libertad y de cargas morales. Las heridas recientes de la guerra moldearían a una niña ensimismada que –en sus propias palabras– huía siempre de la luz y el verano. “Solía estar siempre apartada de los demás –confiesa– algo no estaba bien en mí y no lo sabía. Tropezaba frecuentemente y solía caerme. Los familiares decían que era rara y arrogante porque cuando me veían en las calles no los saludaba. En realidad, no los reconocía. Hace diez años me enteré que tengo una enfermedad degenerativa en los ojos. Y cuando se es niño uno no sabe cómo miran los demás. Entonces, a pesar de estar enferma, aprendí a vivir con ello, me adapté”.
Sus padres la bautizaron con el nombre de Irene Elisabeth Oberstenfeld; pero desde pequeña se rebeló ante lo impuesto. Ante las preguntas de quienes querían saber su nombre, ella articulaba una palabra a manera de juego: “Kiki, Kiki. Me llamo Kiki”. Y así se quedó para siempre. Con el paso de los años, Irene Elisabeth Oberstenfeld dejó de ser ella misma para ser ella misma: Kiki Suárez.
Cuéntame de tu vida en Hamburgo, Alemania.
Hice todos mis estudios y pasé gran parte de mi vida en Alemania. Nací seis años después del fin de la Segunda Guerra Mundial y crecí con la culpa colectiva de los crímenes cometidos por los nazis, eso es algo que ha marcado toda mi vida, ha sido un fuerte conflicto para mí.
Mi padre fue un hombre muy amoroso pero fue también un soldado para Hitler, porque entonces él no tenía opciones. Entonces yo crecí pensando: “Si crímenes como esos han sido posibles, ¿en qué mundo vivo?, ¿cómo puede haber un Dios?” Los estragos de la Alemania nazi marcaron a mi generación de manera decisiva, incluso tengo amigas diez años menores que yo que les pesa todavía.
¿Y hacia qué caminos te lleva esa culpa colectiva?
Mira, en Alemania me tocó vivir la década de 1968: toda la efervescencia de libertad y amor defendida por los hippies. Ese espíritu de la época me llevó a textos políticos; a los 22 años leí todo lo relacionado al marxismo pero consideré que me faltaba un sentido espiritual. Después de mucha investigación llegué al budismo zen y descubrí a Osho, un famoso gurú; fue entonces que sentí la necesidad de visitar la India cuando terminara mis estudios de literatura y psicología. Soy psicóloga de profesión.
Entonces, ¿empiezas la búsqueda espiritual desde Alemania…?
Sí, la búsqueda la inicié allá. Me gustó la práctica de la meditación y la filosofía budista, más que lo ritual. La meditación es terapéutica, es una autoobservación o contemplación y se combina con muchas técnicas de psicoterapia moderna.
El viaje
Visitar la India se convirtió para Kiki en un punto de referencia pero también de escape. Quería irse de Alemania para ver su país con distancia y, al mismo tiempo, sanar su espíritu. Los padres se horrorizaron ante la decisión perentoria. “Creían que me iba a convertir en un hare krishna” –explica mientras sonríe.
El viaje se posterga una y otra vez, pero la decisión ha dejado ya una huella imborrable, la alimenta la época convulsa de rebeldía, juventud, amor libre y comunismo. “Yo creo que muchos jóvenes pasan por la etapa de la rebeldía, pero en ese entonces todo estaba más acentuado, era una efervescencia en todo el globo: se protestaba contra la guerra de Vietnam, los jóvenes consumían LSD y buscaban alternativas para un mundo mejor”.
El alivio de los padres viene acompañado de una decisión no tan drástica. En 1977, la amiga que la acompañaría en el viaje convence a Kiki de visitar primero México para luego emprender hacia la India. “Acepté. En ese entonces había leído a Carlos Castañeda y México era un país remoto e idóneo para ser explorado. Recuerdo que hicimos el viaje en autobús desde Los Ángeles, gastábamos cinco dólares al día y fuimos quedando de lugar en lugar como unas auténticas mochileras”.
¿Hay algunos momentos decisivos que te marcan en el viaje que realizaste?
Cuando llegué a México algo que me sorprendió fue la pobreza, en Alemania eso no se veía a tal escala. En Mazatlán vi muchas casitas pobres donde no había casi nada, pero todos tenían una televisión; eso me impactó, igual no tenían nada que comer pero todos tenían una televisión. Era una realidad a la que tampoco estaba acostumbrada.
Y algo que indudablemente me deslumbró fueron las artesanías y los colores de México.
¿Y por qué terminaste aquí en San Cristóbal de Las Casas?
En México el plan inicial cambió; pensamos viajar a Guatemala y ver hasta qué territorios de América del Sur podíamos llegar. Sin embargo, de Oaxaca a Guatemala el trayecto es muy largo, por eso quedamos a descansar en San Cristóbal; era septiembre, había mucho frío y mucha lluvia. “Esto es como Alemania”, pensé. En realidad yo venía para tres días, vine en 1977 y mira aquí estoy todavía.
¿Y cómo fue el encuentro con Gabriel Suárez?
El encuentro fue tan loco como si hubiéramos estado en el 68, aunque nos conocimos en 1977.
A mi amiga y a mí nos gustaba mucho bailar, cuando llegamos a México nos dimos la tarea de buscar discotecas, pero casi siempre encontrábamos bares o clubes de noche. Recuerdo que en aquella época, en Alemania, había discotecas exclusivamente para mujeres, algo impensable hoy en día. Gabriel tenía una discoteca aquí en San Cristóbal, que había fundado junto a un amigo austriaco, se llamaba El Club. Allí nos conocimos bailando y sin hablar mucho.
Luego supe que él había vivido en Suiza, en Francia y Estados Unidos. Cuando nos conocimos me dijo: “Yo te quiero mucho pero no puedo estar más de una semana con la misma mujer, pero te puedes quedar aquí en mi casa”. Y decidí quedarme y me dije: “Si viene con otra mujer y no me gusta, me voy”. Y me quedé. Empezamos con mucha libertad, creo que si no hubiéramos empezado así la relación no hubiera funcionado…
¿Y qué pasó después?
Bueno, después de conocer a Gabriel Suárez pensé que era un buen momento para tener un hijo. Esa decisión fue complicada porque yo no hablaba español, luego San Cristóbal no era como es en la actualidad, era un pueblo pequeño como Teopisca. Ya existía el museo Na Bolom, habían antropólogos y una comunidad de extranjeros. Al inicio fue muy difícil vivir aquí, extrañaba a mis amigas y al no hablar español no podía dedicarme a mi profesión; además, en ese tiempo nadie sabía qué era la psicoterapia.
Me sentía muy enamorada, pero muy sola, el choque cultural era muy grande, de hecho esa soledad duró muchos años hasta que descubrí y sentí que aquí era mi hogar. Con los conocidos y amigos de aquí tardé en sentirme en la misma confianza. En San Cristóbal es muy fácil conocer gente, la gente es muy abierta, lo difícil es llegar a la misma conexión, a la misma profundidad. Para lograr eso te tardas aquí y en cualquier lado del mundo, pero cuando hay un idioma y una cultura en medio eso lo dificulta aún más.
Reconstrucción
Es más fácil destruir que edificar. A Kiki, el mismo ímpetu de huida, acompañado ahora por una fuerte crisis existencial, la regresó a Alemania. “Durante el embarazo experimenté un choque cultural muy fuerte y me puse muy nostálgica, entonces Gabriel me dijo: “Vámonos a Alemania”. Y viajamos a Hamburgo, por eso mi primer hijo nació allá”.
En 1978 Ismael López Muñoz escribe en El País que la desaparecida URSS vive el invierno más crudo del siglo. A ese invierno, que también azota el puerto de Hamburgo, se enfrenta una Kiki recién estrenada como madre. “Gabriel no hablaba alemán, no teníamos dinero y vendíamos artesanías mexicanas en los mercados sobre ruedas, ¡imagínate!, a 20 grados menos cero”.
Poco a poco la India comenzó a desvanecerse de sus planes, se volvió un lugar remoto, pero la decisión determinante de construir en un lugar apartado y de encontrarse consigo misma le tiraba de la manga a ratos. “Hay algo que poca gente se pregunta y que no tiene que ver con la supervivencia, sino con el sentido de la vida”. Su sueño incipiente: tener un centro terapéutico y viajar, irse lejos, lejos, para encontrarse, se va cristalizando y se vuelve una huella indeleble. La Alemania es su hogar, pero siente que ya no pertenece allí sino a otra parte. El sentido de su existencia la llama hacia el regreso.
¿En qué año fundas la galería?
Tardé en Alemania alrededor de un año. Con Gabriel hicimos el plan de que si nos quedábamos haríamos una tienda para vender artesanías mexicanas. Al final, decidimos regresar a San Cristóbal porque ya comenzaba a pintar y aquí podía conseguir a alguien para que me ayudara con los niños, algo impensable en Alemania.
Regresamos en 1979 a San Cristóbal y fundamos la galería en la calle Dr. Navarro, en ese entonces la tienda era pequeña. Probablemente fue la primera galería independiente que se fundó en el estado de Chiapas, nos visitaba la intelectualidad chiapaneca de la época: Francisco Álvarez Quiñonez, Jaime Sabines, Ámbar Past, Raúl Garduño y Joaquín Vázquez Aguilar. La mayoría eran muy buenos poetas pero les gustaba mucho la bohemia y el alcohol.
También me hice amiga de dos artistas neoyorkinas que eran pareja: Marcey Jacobson y Janet Marren, ambas fueron importantes presencias intelectuales por décadas en San Cristóbal, sus obras se encuentran hoy en día en la colección del museo Na Bolom.
Igual fueron muy allegados nuestros Emma Cosío, Jan de Vos y Trudy Duby Bloom.
¿Y cómo llegas a la pintura?
Al ver frustrado un poco mi carrera profesional, ya que no podía ser psicóloga en un lugar donde no hablaba español, viene la depresión y el vacío. En una ocasión, estando sola en casa, tomé unas pinturas acrílicas y unos pinceles que mi esposo tenía en unas cajas y me puse a pintar un cuadro, es un cuadro que ya no tengo pero recuerdo que tenía un árbol con una casa encima y alrededor una serpiente.
Al pintar descubrí que podía crear lo que yo quisiera al igual que una diosa. Y también descubrí que mientras pintaba se desvanecía mi tristeza. Ahora entiendo que existía un fuerte deseo de llenar el vacío y crear desde lo espontáneo, a lo dadá. Lo curioso es que con esto llegué a mi autoterapia de manera ingenua. El budismo zen dice que hay una sabiduría en nosotros que de pronto sale sin planearlo, como una fuerza más allá de nosotros mismos y de nuestra propia voluntad.
Tu arte es de un estilo naiff, sencillo en el trazo, ¿hacía qué lugares apunta tu estética…?
Yo no tengo mucha técnica, hago lo que hago como una niña jugando, mi arte es muy primitivo. Por una parte pienso que al no poder hablar español en un principio, cuando tú pintas como yo pinto puedes dejar mensajes sin palabras y lo entiende casi todo el mundo, creo que eso es una parte del intento.
Por otro lado, cuando me embaracé de mi hijo tenía una felicidad como física, como una euforia grande en todo el cuerpo, que me decía a mí misma: “Pero Kiki ¿cómo puedes tener una euforia al traer a un niño a un mundo lleno de guerras, con bombas atómicas y con el problema ecológico que siempre está amenazando?” Y comencé a andar con depresión, yo pensaba en eso día y noche y con eso es muy difícil vivir feliz. Yo creo que mi intención al pintar fue dejar mensajes de amor, paz, crear una realidad aparte y reafirmar lo bueno de la vida.
Un psiquiatra me dijo alguna vez: “Kiki, eres una persona que vive muy feliz”. Lo que él no sabía es que yo vivía tomando antidepresivos. Muchos años viví medicada porque si no yo me hubiera suicidado y esa realidad no lo ves nunca en mis cuadros.
Existen dos o tres obras en donde traté de pintar una realidad atroz pero nunca pude o nunca quise, creo que tenía miedo del propio cuadro que iba saliendo. El lado oscuro siempre lo tenía allí presente, pero quería dejar al mundo mensajes de amor y de paz, ahora pienso que esos mensajes los hacía para dármelos a mí misma.
Recuerdo un cuadro que tengo: es noviembre en Europa, los árboles están sin hojas y hay una niña que mira al cielo de noche, se titula “Buscando una señal de Dios en una noche oscura de noviembre”, era uno de los intentos de expresar la soledad existencial del hombre, pero la niña está vestida muy alegre y acompañada de cinco ángeles en el cielo. Hay una parte activa en mí que siempre cambia el mensaje al lado positivo.
¿Y cuándo comienzas a escribir de manera profesional?
Bueno, en realidad siempre he escrito. En Alemania aprendí inglés y lo aprendí escribiendo. Y durante nueve años, en la escuela, aprendí latín, que fue una friega, pero que me permitió aprender el español que es como un latín moderno.
Escribo en español relativamente reciente. En el 2006, con mi amiga y coautora Gayle Walker, hice el libro Las doñas de Chiapas. Y desde entonces he empezado a soltarme a escribir en las redes sociales, porque creo que puedo llegar a muchos lectores.
Si me preguntas qué disciplina artística hubiera elegido, respondería sin tapujos que la escritura. Pero el rompimiento con mi lengua materna interrumpió ese proceso y tardé en conseguirlo de nuevo.
¿Cómo impacta en tu vida el día que te diagnostican la enfermedad de la vista?
Realmente creo que siempre tuve la enfermedad y viví con ella. Una vez estaba con mis nietos jugando con los dados: de repente vi el dado y de repente ya no lo vi. Fui con el doctor para que me hicieran los estudios y me diagnosticaron retinitis pigmentosa, una enfermedad hereditaria que creo que mi padre lo tuvo porque se caía a ratos o confundía rostros, eventos que me pasan a mí.
Mira, en nueve de diez fotos siempre tengo los ojos cerrados y recuerdo que de niña siempre huía del sol y del verano, porque la luz me atosigaba mucho las retinas. En mi familia siempre decían: “Kiki es rara, es despistada, es arrogante porque nunca nos saluda en la calle”. Sin embargo, estos eventos son típicos de la gente que sufre esta enfermedad. Yo nunca supe que estaba enferma y como nunca sabes cómo ven los otros, me adapté.
Hace diez años que me diagnosticaron la enfermedad y fue un shock total porque tarde o temprano voy a perder la vista, me voy a quedar ciega. Cuando me enteré, quise morir pero no quise morir. Lo impresionante fue que no caí en depresión, algunos años antes había dejado de tomar los antidepresivos que tuve prescritos por casi 20 años y que me salvaron la vida. Hoy pienso que la misma depresión fue algo que mandaba mi cerebro para decirme que algo no estaba bien.
¿Y la enfermedad se ha convertido en un motor para tu arte?
Sí. La enfermedad de mis ojos ha sido un motor porque sigo pintando incansablemente. No sé si pueda ver mañana, por eso lo que deba hacer lo tengo que hacer hoy, intensificar mi trabajo. Ahora pinto mucho, hago muchas imágenes.
Además empecé a crear los grupos de ayuda mutua. Ya tenía conformado el grupo de Apoyo al duelo, pero tenía que hacer uno de débiles visuales. Un día me dije: “Tengo que conocer a otros débiles visuales como yo”, entonces puse un spot en la radio para conocer a otras personas.
Gracias a todo esto conocí a Elizabeth Patricia Pérez, una joven psicóloga ciega cuya enfermedad es distinta a la mía. Hicimos click desde el principio y creamos Grupo Visión, con el que llevamos ocho años. Con el paso del tiempo, Grupo Visión se hizo un grupo incluyente con personas que presentan alguna enfermedad crónica o que viven con alguna discapacidad o sin ella, –aunque bueno al final es sabido que todos tenemos una discapacidad–, y así nacieron otros grupos como el de Experiencia del cáncer, Cuidando a cuidadores y Una ventana a mi corazón, éste último acompaña a los adolescentes y jóvenes para fortalecer la autoestima. Después se creó un grupo de Apoyo al duelo exclusivamente para niños.
Los dos últimos grupos de autoayuda que surgieron fueron sobre abuso sexual y suicidio, que son temas tabús de los que nadie quiere hablar pero que suceden en todas partes. Hace tres años, gracias al incansable esfuerzo de Christina Reyes, hicimos una jornada que duró dos días y donde se dictaron conferencias que trataron diferentes temas de suicidio.
También se conformó Filosofíadictos, un grupo de personas que se reúne no para hablar de filósofos, sino para debatir y compartir preguntas esenciales que cambien la vida de los integrantes. Un grupo muy parecido es la del Círculo de Lectores, Palabra y Vida, en donde se leen algunos textos o cuentos cortos, se comparte lo que los integrantes escriben. No siempre se hace un análisis exhaustivo de la literatura –aunque eso también hacemos– sino que se leen los textos para ver qué es lo que nos dice el cuento de manera personal y cómo ayuda esto a nuestras vidas, algo así como una especie de terapia.
Nunca he trabajado tanto como ahora. Sin haberlo planteado somos un equipo grande e inclusivo, nunca pensé que llegara a conformarse tanto. Desde niña siempre tuve la intención de hacer algo bueno por los actos abominables que la generación de mis padres había hecho en el mundo. Creo mucho en el fluir, en la espontaneidad y en las personas. Si hay alguien que necesita nuestra ayuda, nos unimos e integramos esfuerzos, no hay reglas más que el respeto mutuo. Por eso creo que soy una anarquista amorosa.
¿Los proyectos altruistas y los grupos de autoayuda te han permitido encontrar el sentido de tu vida?
En realidad aún me considero una persona débil y con muchos miedos.
Sobreviví a mis depresiones en 1980 y 1981 cuando brindamos apoyo a los refugiados guatemaltecos que huían de las masacres que se ejecutaban en su país. Luego fundamos Pequeño sol, una escuela alternativa que todavía existe y cuyo objetivo era hacer convivir los hijos de la clase social baja con los de la clase social alta.
En esa época yo me encontraba pintando y tenía mucho éxito en el extranjero, en Estados Unidos particularmente, inclusive fui tres veces a Japón, pero dejé la terapia. En el auge de mi éxito soñaba que algo no estaba marchando bien en mi vida, regresé a la terapia Gestalt para ayudarme con mis depresiones y me di cuenta que me gustaba mucho dar terapia, para poder ayudarme a mí y a los demás.
En realidad, en la galería siempre existieron espacios de encuentro y de intercambio, que se fueron transformando en los grupos de autoayuda y cuyos alcances hace nueve años se intensificaron. Yo creo mucho en el fluir y lo que pretendo es que me clonen, que me repliquen en todas partes, generar ese sentimiento altruista en otras partes, ser la semilla que permita dar frutos en otros lugares.
¿Crees que es muy difícil para una persona soñadora sobrevivir en este mundo?
Sí, yo creo que sí. Al mismo tiempo creo que el mundo necesita de estas personas para no hundirse completamente. Cuando uno está al borde de querer suicidarse hay que recordar esto: Igual alguien me necesita.
Hace años descubrí a Víctor Frankl con la logoterapia, él fue un psicoanalista que pasó por los campos de concentración nazis, sobrevivió y escribió este libro maravilloso: El hombre en busca de sentido. Él encontró en lo más terrible y cruel el sentido de la vida. Frankl señala que si uno encuentra el sentido por el que está en este mundo puede sobrevivir casi a cualquier cosa.
Algo así como Primo Levy con Esto es un hombre…
Primo Levy y Víctor Frankl, son dos ejemplos.
Aunque mira, Primo Levy –claro, sin juzgarlo– acabó suicidándose, pero Víctor Frankl regresó y enfrentó todo esto, él era médico y aunque él estaba aparentemente en mejores condiciones vivió más o menos lo mismo. Creo que Levy y Frankl son, tal vez, las dos posibilidades…
En esas dos opciones nos movemos…
Completamente.
Mira, yo muchos años viví con la vergüenza de ser alemana, era algo que arrastraba y no podía soltar, me dolía no poder ser inglesa o gringa, tardé muchos años en asumir eso. Cuando trabajaba con los guatemaltecos refugiados me enteré que los asesores de Ríos Montt, presidente de Guatemala, eran israelíes. Ahí entendí que igual no son sólo los alemanes. Stalin no fue mejor que Hitler, ni que Pol Pot y no sé cuántos más. Pasa que en el hombre hay una avaricia, un egoísmo y una voracidad. Por eso creo que el mundo necesita de personas sensibles y soñadoras para que esto no termine de hundirse. En eso creo.
Creo que la señora Kiki Suárez es un ser humano con luminosidad. Ella es una persona soñadora y sensible, y sí, muchos detrás de ella encontramos espejo para ser y seguir construyendo el sentido, a través de los otros sin saltarnos a uno mismo. Servir es un arte. Y el arte es un servicio humanitario. Estoy feliz de haberla encontrado desde mis libretas de apuntes en antropología en las pinturas que había en esas portadas de colección. Gracias por mostrarla, gran trabajo al entrevistador.
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