Hace muchos años, muchas calles, en medio de las horas y los soles de enero, Sebastián decidió ponerse el traje de Parachico.
Llegó su momento, como canto de gallo, casi en el despertar del sol. Tomó la máscara como si fuera su vida y dejó que la madera de cedro recorriera su rostro, que desdibujara la cara de niño y tejiera a uno de los personajes más importantes de la Fiesta Grande.
Aquella vez se vio al espejo: observó que sus ojos eran del color Río Grande, lleno de pececillos y de piedras lisas; y su sombra tan extensa como su cultura, que apenas cabía en el espejo.
Descubrió que en él algo nace y muere en los primeros días del año. Sabía que, dentro de él latía el corazón del tambor, ese sonido que alguna vez escuchó del pecho de su abuelo y de su padre.
Los Parachicos cantan, se dijo, rezan entre cánticos, se cubren de la divinidad, del sincretismo religioso, de una cultura que llama.
Por ello, decidió salir este 4 de enero a festejar al Niño de Atocha y ser uno de los tantos niños y niñas que mediante el recorrido por las calles con el Patrón Rubisel Gómez Nigenda, fortalecen y preservan la identidad cultural del pueblo.
Levantaba el brazo casi a la altura del cielo, levanta el brazo, como cualquier niño que sabe que cuando sea grande, será Parachico.
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