La lluvia sólo trae buenas historias. Eso lo descubrí desde los primeros años de vida, cuando mi abuela tapaba con las toallas los espejos de la casa, y se quitaba sus aretes y sus pulseras de oro, para evitar la visita de un rayo. Nos hablaba de la Santísima Trinidad, la traída que tiene en su mano al mundo y cada que tiembla, es porque ha cambiado de mano al globo terráqueo. Nos hablaba de aquellas mujeres que solían trenzarse el cabello, y tenían el corazón fuerte y carácter, porque el miedo consume la sangre y la vida. Eran las tardes de lluvia y la luz de la abuela mostrándonos el tiempo, aquel que no es pasado ni futuro, sino el ritmo latente de la música interna que cada uno trae y debe aprender a escuchar. La luz de la abuela guiándonos por la casa, cuando quedaba la noche y su sombra, haciendo del hogar un sin fin de ojos mirones. -No vean a la lluvia, no hay que espiar a la madre naturaleza-, nos decía cuando abríamos las ventanas de fierro y algo afuera danzaba por los c