Por Óscar Oliva
Inagotable en la búsqueda de la palabra que diera el sentido exacto de la música y de la imagen que arrancara de la realidad, la poesía de Rosario Castellanos toca y abre las puertas de la desolación, del amor, de la frustración, de todo lo que a su sensibilidad llega tierna o violentamente, o con el sarcasmo y la ironía a todo lo que su sensibilidad rechaza pero de la que es capaz de nombrar para destruirla: los convencionalismos sociales, la moral burguesa, la demagogia de los políticos oficiales, la cotidianidad de la vida mezquina donde tanto el hombre y la mujer vegetan viendo la TV, maltratando a sus hijos, haciendo el amor como desde un sepulcro.
Pero la poesía de Rosario también llena otros ámbitos, el de la esperanza en una humanidad libre de toda enajenación, y entonces su canto está hecho de grandes mareas, de poderosos vientos, de dolorosos derrumbamientos de montañas de rocas que se despedazan cerca de nuestros oídos, para que escuchemos mejor ese derrumbe, nuestro derrumbe, en el que, sin embargo, está contenida toda su esperanza de habitante terrestre.
De todo está hecha la poesía de Rosario. De ti y de mí, de sus amigos y de sus enemigos. Y algo de esa poesía vivirá en los que estuvimos cerca de ella, de su generosidad de compañera y maestra, vivirá en nuestros actos, en nuestros poemas, acompañándonos en el odio y en el amor de vivir en este mundo brutal y bello.
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